ESPANTAPÁJAROS CON CORBATA PARTE CUATRO

Cuatro: PIES PLANOS Y AMPOLLADOS. - Aló – murmuró una voz somnolienta. - Teniente Cañarte, buenos días. Tenemos un cadáver para que nos dé ayudando con el levantamiento, vea… Rodrigo Cañarte, teniente empleado en el departamento de investigación criminalística y forense de su ciudad, confirmó su asistencia a su interlocutor y colgó el celular. Casi trece años de estar trabajando en ese departamento (había empezado apenas unos días después de nacer Matilde) ya le había otorgado la experiencia suficiente para no salir a la carrera cada vez que tocaba constatar una muerte violenta. Lección que no se aprende en las aulas: el cuerpo no iba a salir corriendo de ahí. Verificó la hora. 7:23. Sábado. Mientras paladeaba el amargor matutino de su boca, remanente de sus muchos años de tabaquismo intenso, se levantó con lentitud de su lecho y empezó a desperezarse. Metódicamente, miembro por miembro. Mientras estiraba su torso sentado aún en la cama, ladeó de un lado a otro de la cabeza aliviando un poco la contractura de los músculos. Maldita costumbre de ver televisión acostado. Se había prometido comprar un soporte de TV plana para empotrar en la pared y ningún dolor cervical servía de motivación suficientemente fuerte para cumplirlo. Ya de pie, hizo un leve trote en su terreno para estimular piernas y caderas. La barrera de los 40 se inauguró con algunos dolores que nadie pensaría tener hasta que irrumpen sin aviso previo. -¿Vas a salir tan temprano, Rodrigo? – una voz femenina salió de un bulto envuelto en colchas en la cama de al lado. Delia Plutarco se había comportado como una esposa promedio durante estos quince años de convivencia. Dar hijos, encargarse del cuidado de hogar y prole, tener lista la comida, ser su compañera sexual habitual, etcétera, etcétera, etcétera. También incluía un creciente cúmulo de reclamos, inseguridades, proyectos truncos, discusiones por no tener el suficiente dinero, intromisiones de familia política y el lento pero inevitable enfriamento de un matrimonio que inició como un ardoroso romance; repleto de promesas y con la expectativa de vivir felices para siempre cual final de cuento; y actualmente ser simplemente una convivencia con tolerancia mutua, evitando la separación por el bienestar de los niños y que la cercanía del otro más provocaba hastío que otra cosa. Un matrimonio promedio, como tantos otros. Era lo que se esperaba. - Sí mijita – contestó en mitad de un estiramiento de espalda. - Si todo sale bien, estoy de vuelta antes de las nueve para desayunar todos. - Hacerte levantar tan de mañana y un sábado, y todo para un simple levantado… En la mente de Cañarte se quedó la incógnita si la frase dicha por Delia fue un chiste, un simple juego de palabras o una elección azarosa desprovista de emociones. - Es levantamiento. – le corrigió con voz queda. - Eso mismo. Bueno, ahí en la cocina hay pan y huevos. Si quieres te haces algo, yo hago más tarde el desayuno de los guaguas. – la esposa se volvió a arropar y antes que Cañarte se terminase de poner los pantalones, se escuchaba el rítmico sonido de su respiración que indicaba que volvía a dormir profundamente. Un beso hubiera caído bien, se dijo con cierta tristeza. Se colocó una camisa manga larga, una corbata color plomo (aborrecía esa prenda, sentía que le quitaba sangre del cerebro como una horca de acción prolongada, y su aborrecimiento se extendía a los imbéciles que impusieron la cultura de la corbatita para actos tan banales o sin necesidad de pompa como una acción forense) y se colocó un sweater de tela fina pero abrigada. Tras ceñirse los zapatos, de cuero negro y suela lisa, más apto para estar en oficinas que en trabajo de campo (nueva maldición a los que hacían apología de la cultura de corbatita) se dirigió a la habitación de sus hijos. Edgar dormía como un tronco. Depositó un beso en su sien expuesta. Luego fue a la de Matilde. Esta dormía abrazada a una almohada, pero despertó con el beso en la mejilla. - Mmmm… ¿vas a salir papi? - Sólo por un ratito mi amor. Voy a hacer una diligencia y regreso para el desayuno. - Lo mismo dijiste la vez pasada y regresaste de noche… - respondió la púber con un mohín de descontento. - Hay cosas que a veces se salen de mi control mi cielo, ya quisiera estar a diario puntual en la casa para comer siempre juntos y conversar, pero prometo esforzarme para no llegar tarde esta vez. - Llévanos al cine, quiero ir a ver con Edgar la de Avengers… - De una mi amor. Lo prometo. - ¿Vas a buscar a gente mala? - No esta vez – rió un poco por la percepción de sus hijos a su trabajo. Esas preguntas eran frecuentes y los niños no terminaban de desconstruir la imagen de un agente de policía, tergiversado por tanta película y serie en donde los diálogos de plomo eran la constante. – Voy a ver a un muertito, es un procedimiento legal. - Ve con cuidado papi, no quiero que te pase nada malo. - Gracias mi amor. Lo haré. – Dejó otro beso de despedida en la frente de la chiquilla y la arropó. Cruzó la puerta creyéndola dormida, pero Matilde estaba ladeada, ya despierta por completo, mientras la aguijoneaban pensamientos preocupantes sobre la seguridad de su padre. La sola idea de perderlo por el así llamado “cumplimiento del deber” la aterraba. Rodrigo avanzó hasta la cocina, en donde puso a calentar agua y puso en la sanduchera un pan abierto al medio y relleno con un queso cuya marca la prefería por su cremosidad y la facilidad con la que se derretía. En el otro panel de la sanduchera cascó un huevo y reguló al máximo la temperatura. Cuando el agua ya empezaba a hervir, puso en una taza una cucharada colmada de liofilizado de café (había constatado felizmente que un liofilizado decente era definitivamente superior a esos polvos instantáneos que dejaban en la boca un desagradable regusto a ceniza o carbón. Estaba pensando seriamente pasarse al molido, ya que un colega hacía apología constante de dicho producto) y otra de azúcar. Echó el agua caliente liberando una fragante columna de vapor mientras batía hasta disolver completamente los sólidos. Abrió la sanduchera y retiró tanto el emparedado como el huevo ya cocido. Un poco de clara quedó pegada al piso superior. Ni modo, Delia quedaría contrariada de nuevo por ese detalle. No tenía ya tiempo para lavar el trasto y restregarlo. Comió y tras terminar lavó taza y platillo con rapidez. Y un último detalle. Sacó de la refrigeradora unos veinte trocitos cuadrados de caña de azúcar y los metió en una bolsa plástica, así como un pequeño táper para recoger los restos secos. Todo lo colocó en su bolsillo. Embarcó su vehículo, un SUV de segunda mano que le servía tanto para terreno urbano como eventuales jornadas fuera de la ciudad pero que ya daba muestras de fatiga de materiales. Mientras daba tiempo al motor a calentarse, llamó al teléfono que lo despertó. - Diga mi teniente. - Ya estoy en camino. ¿Me confirma el lugar de nuevo? – claro, campeón, nunca lo dijo para empezar el muy mamerto. Los cadáveres emiten señal gps y facilito los rastrea uno con el celular. - Es subiendo la loma de la quebrada al noroeste del centro histórico mi teniente. Debe dejar el carro abajo y subir al trote. Jodido es. Puta madre. La puteada fue tanto para el obtuso subordinado como para él, ese sweater ligero no iba a impedir que el frío le cale los huesos y subir una loma de tierra, a saber si lodosa; con zapatos de suela lisa era una invitación al desastre. Y ya no había tiempo de subir a cambiarse de ropa. - Vea, ¡cualquiera informa los detalles del lugar del levantamiento, carajo! ¡Yo reprobé el curso de Kalimán así que no sé leer la mente! ¡Siempre debe usted mencionar por lo menos la dirección donde se hará el procedimiento! ¿Me entendió? - ¡Mil disculpas mi teniente! ¡No se volverá a repetir! – rogó la voz del otro lado, temiendo represalias futuras y maldiciéndose por la omisión que parecía simple pero iba a provocar consecuencias o retrasos innecesarios. - Cuando llegue allá lo vuelvo a llamar, para que me notifique su nombre y rango. Chao. – Cañarte colgó y tiró el celular furiosamente en el asiento del copiloto. ¿Por qué cada vez salen más pendejos? Algo tan sencillo, tan de sentido común como decir la localización del lugar y este imbécil no lo dice. Se prometió identificarlo y tenerlo en la mira para sancionarlo si cometía cagadas futuras. Ya ese disgusto hizo obligatorio extraer dos pedazos de caña y masticarlos, deseando tener entre sus muelas al zoquete. Aun con lo temprano de la hora, ya el tráfico estaba espeso. Una travesía que debía hacerse en doce minutos se convirtió en treinta y cinco gracias a un montón de buses semivacíos que peleaban entre sí obstaculizando el flujo vehicular. Maldijo Rodrigo a cada idiota que usaba carros para razones absurdas y al sindicato de choferes que sólo buscaban derechos y regalías negándose a cualquier responsabilidad. Llegando a la subida de la loma procuró calmarse, pues sus sentidos debían estar agudizados. Su fama de sabueso debía mantenerse alta. Demoró una media hora más en llegar a un puente situado sobre la quebrada en su punto más alto. Tal como lo había previsto, las suelas lisas de sus zapatos le hicieron resbalar y lo agreste del terreno le dejó unas bonitas ampollas en las plantas, con dolores por cobrar en unas horas después. Prácticamente la mitad de la caña fue consumida en busca de energía pronta. Viendo el grupo forense arremolinado, llamó desde su celular. Un nervioso subalterno tomó el celular, pero al contestar Cañarte cerró y lo señaló. El otro sólo pudo desviar nerviosamente la mirada. Cañarte era de los que no se andan con huevadas y ese error podría provocar más que un jalón de orejas. Ya toda la zona del puente estaba marginada con cintas amarillas en sendos extremos. Pasó entre ellos agachándose un poco. Cañarte saludó al forense a cargo y al fiscal designado. Estos devolvieron cordialmente los buenos días. Tras una breve descripción del cuadro, Cañarte se asomó al borde del puente y veinte metros más abajo vio lo que quedaba de Renato Ordóñez. Este yacía boca abajo, con las extremidades en antinaturales posiciones. Una mancha roja a poca distancia del cuerpo daba a entender que el golpe lo había hecho rebotar antes de detenerse definitivamente. - ¿Y ahora? - Se lamentó Rodrigo, pues en ningún lado de la garganta se veía una cuesta lo suficiente amigable como para un descenso sin que suponga una caída peligrosa o hasta mortal. - Ya están trayendo los arneses y las cuerdas, mi teniente – respondió el subordinado que puso en mira hace poco, haciendo lo máximo por recuperar el aprecio perdido. – Otra cosa, éste parece ser el celular del occiso. – Mostró una bolsa sellable transparente que guardaba un Smartphone. Rodrigo sonrió ligeramente. - Buena. De aquí podremos sacar información útil una vez desbloqueado el aparato. Téngalo en custodia. Y apúrese con los arneses, quiero terminar con esto. Luego de una media hora, en donde se ciñeron cuerdas, seguridades y arneses para evitar cualquier fatalidad, Cañarte, el fiscal y el médico forense descendieron pausadamente hasta el fondo de la garganta. Llevaban una funda de cadáveres y una camilla para apear y subir al muerto. Ya en el fondo, el fresco aire del riachuelo se sentía mezclado con un torvo olor a sangre. Cañarte sacó una cámara y tomó fotos del lugar de los hechos, por lo menos unas cinco. El médico se adelantó para palpar la carótida, otros pulsos y tratar de auscultar el pecho como mandaba el protocolo. Tan quieto como la piedra en que yacía. Con los guantes quirúrgicos puestos, entre los tres hicieron el movimiento de voltear el cadáver. El fiscal tuvo un respingo. - ¡Mierda, ha sido el Renato Ordóñez! - ¿El locutor de radio? ¿El de Punto de Ordóñez? - El mismo. Chuta, al final ya la depre lo terminó jodiendo… - ante esa aseveración Cañarte alzó una ceja incrédulo. - ¿Ordóñez sufría de depresión? ¿Al punto de intentar acabar con su vida? – Volteó a ver el rostro del cadáver. Sin importar que hubiera caído de espaldas, el impacto en su cráneo fue lo bastante fuerte para dejar una plasta de pelo y astillas de hueso con masa cerebral. Un ojo había salido de su órbita y su boca guardaba un grueso coágulo de sangre que deshilachaba al desprenderse de la piedra. Pero el rostro lograba mantener sus características. - El tipo mencionaba en otro programa su asunto depresivo, y sus problemas con su familia lo tenían al borde siempre. Parece que el trote de montaña que estuvo practicando no fue tan efectivo para apoyarlo, después de todo… - dijo el forense. Sacó una grabadora, presionó el botón de grabar y continuó el protocolo. Al mismo tiempo Cañarte meticulosamente revisó los bolsillos de Ordóñez logrando sacar una billetera y extrajo la cédula. No había duda. Renato Felipe Ordóñez Villamagua. Colocó la billetera en una funda plástica de evidencias. Tras eso tomó otras fotos. El médico luego de comprobar el reflejo corneal terminó de constatar el deceso. – Se trata de una persona mestiza, masculina, sin vida, siendo la fecha y hora (…), causa probable de la muerte, paro cardiorrespiratorio provocado por politraumatismos diversos sobre todo en área craneal, en donde se aprecia fractura severa occipital parietal con pérdida de materia encefálica. El rigor mortis está apenas manifestándose por lo que se determina que la muerte ocurrió hace cuatro horas o menos. Signos de lucha, ninguno. Heridas cortopunzantes, ninguno al parecer. Heridas por arma de fuego, ninguna al parecer. Motivo desencadenante, caída de unos veinte metros sobre superficie dura. – Continuó unos minutos de descripción y apagó la grabadora. - ¿Listo doctor? - Déle nomás, mi teniente. Ahora colocaron el cadáver en la bolsa y lo amarraron a la camilla. Un suicidio de película, todo parecía indicarlo. La noticia de la muerte movería bastante la atención, predijo. A pesar que todo era piedras enormes y escasa vegetación, Rodrigo echó una última ojeada unos metros alrededor saltando entre las rocas, cuando algo captó su atención. Un pequeño muñeco en forma humana hecho de paja y cuerda. ¿Una artesanía, un souvenir, un amuleto? ¿Valdría la pena registrarlo como evidencia? Su instinto investigador le dijo que sí. Lo introdujo en otra bolsa y lo introdujo en la bolsa para analizarlo después. Conforme iba subiendo el cuerpo, Cañarte revisó la hora y soltó una maldición. Ya eran las once y cuarenta y cinco. Las películas tendrán que ser dos por lo menos, para contentar a los niños…

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