ESPANTAPÁJAROS CON CORBATA PARTE TRES

 TRES. EL DESCENSO DE LA DEPRESIÓN. 

 

Una hora de trote diario era la terapia menos fastidiosa que había logrado Renato Ordóñez para hacer frente a su recurrente depresión.  

Ya había descartado varios psiquiatras famosos en el círculo de recomendaciones, pues no hacían otra cosa que pretender que pastillas como la fluoxetina, la risperidona, la sertralina o la quetiapina formen parte de su dieta diaria. No se molestaban siquiera en informarle de los múltiples efectos adversos. La simple delicadeza de informarle que tales psicofármacos podían provocar una disfunción eréctil, habría evitado una bochornosa desilusión con una atractiva admiradora en un motel elegante. Dios. Sólo ese papelón habría bastado para intentar terminar con su mugrosa existencia. Así que la decisión de una hora de ejercitación aeróbica, recomendada más por un amigo cercano sin conocimiento alguno de psicología o psiquiatría resultó mucha mejor alternativa que cualquier píldora. Podía hacerlo antes o después de sus intervenciones en las frecuencias radiales en que trabajaba.  

Claro que no había sido fácil. Casi treinta años frente a un micrófono durante horas sin prácticamente moverse había cobrado su factura. Tras una semana de desfallecer luego de cinco minutos de lanzar a la carrera su delgado pero fofo cuerpo lo dejó tentado a echar a la basura el aditamento comprado en  una de las mejores tiendas deportivas. Casi 100 dólares en un traje de licra enterizo, como si fuera a competir para una olimpiada. De haberle dicho eso algún entrevistado, hubiera recibido una buena perorata sobre el sentido común y evitar el derroche del dinero. Pero ahí estaba él. Arrastrando los pies luego de cruzar el umbral de su resistencia física diaria.  

Pese a todo, Renato prefirió no entregarse al facilismo. Sus crisis de depresión le borraban la alegría de su existencia muy eficazmente. El sólo inyectar aplomo a su voz durante sus espacios de opinión política y de realidades ciudadanas equivalía a subir un edificio de diez pisos cargando a su suegra. Esa maldita vieja sebosa entrometida que no hizo otra cosa que escupir veneno en su matrimonio con Flora, para que al cabo de dos décadas de discusiones y malos entendidos; él tuviera que salir con un par de maletas por la puerta del departamento que aún le quedaban cinco años de terminar de pagar la hipoteca. Flora y las gemelas que fueron por doce años una de las pocas alegrías de su vida quedaron separadas definitivamente. Ya con eso su tendencia a la melancolía se enraizó en su ser como una hiedra a una pared vieja. La ausencia de sus pequeñas lo amargó al punto de no desear más compañía femenina en su vida, salvando algún encuentro sexual casual como para cortar con tanta paja. De esto ya habían pasado siete años y las visitas paternas legales sólo le dejaban un sinsabor cada vez más intenso; siendo lo más deducible que entre la bruja y Flora desdibujen su imagen de padre amoroso y acolitador en un monstruo despreciable, evidenciable en la gélida forma en que lo recibían, de forma progresiva.  

Diecisiete meses posteriores al divorcio, intentó acabar con su vida por primera vez.  

Fue la combinación de un contrato cancelado con una de las frecuencias en que locutaba (para sustituirlo por un reverendo bobalicón que “pegaba” con una risotada que más parecía un rebuzno, el muy hijo de puta), una demanda penal por alimentos de las niñas (capaz la bruja malparida estaba deseando un celular nuevo) y un asalto que sufrió que lo dejó forzado a prestar dinero una semana entera; en que durante un desahogo en alcohol (ahogado sin embargo en su llanto), vio la avenida repleta de automóviles que cruzaban en direcciones opuestas y a velocidades muy superiores a lo permitido por ley. ¡Es que era san viernes, y era la hora del chupe ritual para suprimir miserias internas, venga! Ignorando las peticiones de pago de sus tres aguardientes y tequilas salió a paso veloz del bar y cerrando los ojos cruzó la calle deseando un último golpe que solucionara para siempre tanta tribulación que acuchillaba su patética existencia. Bocinas aquí y allá, fogonazos de luz entraban en sus párpados e insultos viscerales a su persona fue lo que recibió en esos diez segundos. Hasta que un golpe en su frente lo detuvo. Abrió los ojos buscando ese alivio no recibido y miró un muro gris igual que su existencia. Varias miradas estaban fijas en él, incluyendo un par furibundas que estaban dentro de vehículos que dieron un frenazo para no atropellarlo. Cayó sobre él una masa de estáustedbienmiraeseldelaradiooereflechuchatumadreteapestalavidaseñorcómofueacruzarasílacallemirequeoyemedasunautógrafo que lo impulsó a huir despavorido, repleto de dolor mental y físico (ese chichón tardó una semana en bajar), vergüenza y asco hacia sí mismo y su puta suerte que por una vez la tuvo buena.  

De soportar diez minutos pudo subir a veinte. Un mes después ya aguantaba media hora. Incluso podía darse el lujo de volver corriendo a su escueto domicilio tras el programa vespertino tras tres meses de práctica, notando con alborozo que sólo eran diez minutos de diferencia volver al trote; en lugar de aguantar apelmazado de gente en un bus o en un taxi apestoso a tabaco y otros aromas repugnantes, y con el consabido ahorro. Así que tras un tiempo de dominar cuarenta y cinco minutos sin mayor fatiga, empezó a experimentar horarios y trechos más atrevidos. Lunes, miércoles y viernes eran para el trote vespertino desde la radio a la casa. De treinta a cuarenta y cinco minutos sin mayor problema. Y martes, jueves y sábados eran destinados para practicar senderos poco conocidos en parques, bosques cercanos y trayectos accidentados entre loma y montaña de su ciudad. Había uno en que disfrutaba en particular (disfrutar… esa palabra no la había usado en sí desde hacía tanto) pues lo alejaba bastante del ajetreo citadino para entregarle paisajes boscosos y aire exquisitamente puro, hasta llegar a una discreta cascada en que algunas veces llevaba un frugal desayuno mientras gozaba del trepidar del agua cayendo que aumentaba o disminuía según llovía o no. Una parte del trayecto incluía un puente de madera, construido hace pocos años con propósito de estimular la exploración ecoturística y el ejercicio en los ciudadanos. Cruzaba una profunda garganta  de unos diez metros de longitud, y en cuyo fondo, veinte y tantos metros abajo, surcaba un sinuoso arroyo entre enormes peñascos, cargando agua cristalina que un par de kilómetros más abajo formaba parte de la recolección de agua potable en que sería sin duda alguna contaminado de la basura del ser humano.  


Gustaba del calmo paisaje sazonado con silencio sólo roto por el piar o el murmullo del riachuelo, al aguzar el oído hacia el precipicio. Había momentos, durante su ejercicio terapéutico en que ese vacío podría ofrecer también una salida última a recidivas de su aplastamiento anímico. Ya no tan frecuentes, pero ocurrían. 

Como un par de meses atrás. Su depresión se había agravado sobremanera tras una cruda negativa de las gemelas a presentarse en un restaurante en donde las esperaba para celebrar su cumpleaños 56. Leer ese “Papi, sorry pero no iremos, la abu nos invito a comer piza” tuvo sobre él el efecto de un desfile de militares marchando sobre su cuerpo. Ese trayecto boscoso y calmo pasó desapercibido por completo y ese puente se le antojó más tentador que una veinteañera abierta de piernas. Primero fue una pierna y luego otra. Contemplaba ese abismo tan profundo, tan liberador, tan atractivo. Sólo un salto y todos sus problemas formarían parte del pasado. Sólo era cerrar los ojos, soltar las manos, echar el cuerpo hacia adelante y entregarse al efímero júbilo de convertirse en un charco rojo allá en esa eternidad de un segundo o menos repleta de ternura que le ofrecía el sólido granito gris. Una risa resoplada contrastaba con un incesante fluir de lágrimas mientras una pugna entre su instinto de conservación y el deseo de acabar con todo demoraba la ansiada muerte.  


Finalmente Renato cedió. Con el cuerpo tembloroso volvió a la seguridad del puente, retrocedió hasta el camino empedrado bajo el cobijo de un pino y lloró algunos minutos.  

Nuevamente la miseria le ganaba a la liberación.  

Afortunadamente la condición física ganada de alguna forma consiguió que los neuroquímicos en su cuerpo se lograsen estabilizar luego de unos días. Así que con la esperanza débil de que la siguiente crisis fuera mucho más demorada que la anterior, libró su carrera contra su miseria un sábado temprano, mucho antes que el sol se asomara por el horizonte.  

Tomando cuenta de su tiempo, notó que desde su casa hasta llegar al punto de referencia ya hacía menos minutos de lo acostumbrado. Estaba ya en los pensamientos serios de matricularse en alguna maratón urbana de cinco o quince kilómetros cuando vislumbró en el puente una persona, apoyada por fuera de la armazón de madera, mirando silente el abismo. Un hombre, vestido con un sencillo calentador grisáceo, con una capucha echada en la cabeza, hacía exactamente lo mismo que él hace unos días. Incluso podía escuchar sus sollozos y ver su pecho estremecerse. Miedo, dolor, deseo, capaz todo mezclado. Su altruismo detonó y con un grito de alerta corrió hacia el individuo. Al sentir los pasos del otro en la madera, gritó sin voltear la cabeza.  


  • ¡NO SE ACERQUE! ¡SALTARÉ SI LO HACE! – su voz sonaba gemebunda, como si hubiera estado llorando mucho rato antes de tomar esa decisión. Renato frenó en seco y extendió las manos tratando de calmar al suicida en potencia.  
  • ¡Ya, ya, no me voy a aproximar! ¡Pero por favor señor, no se le ocurra lanzarse; no desperdicie su vida así! 
  • ¿Usted quién chucha es para pensar que sabe algo de mi vida? – replicó con un aire de rabia el tipo. Estaba desquiciado, sin duda, pero Ordóñez no podía permitir que se perdiera una vida. Desesperadamente escogió sus palabras lo más prolijo posible. Todos esos años como entrevistador ante personas difíciles, sabiendo negociar términos para evitar una explosión de ira, debían serle de utilidad ahora.  
  • Ti…tiene usted razón. – se mordió un labio molesto, al trastabillar involuntariamente. – señor, no sé quién es usted. No sé en lo absoluto cuáles son los problemas que le aquejan. Pero aquí estoy porque quiero ayudarlo en cualquier cosa, por lo menos oír qué lo atormenta. Si desea hablar, cuénteme: soy todo oídos. 


Una respiración trabajosa le dio a entender que estaba logrando compenetrar en la psiquis del desquiciado y disuadirlo de su suicidio. Hubiera deseado tanto poder establecer contacto visual para facilitar la tarea, pero la gruesa y afelpada capucha apenas le permitía percibir la forma de su boca. Además la penumbra aún presente, pues los primeros rayos solares recién iluminaban las cimas de las montañas, mil metros más arriba; dificultaba más su visión.  

  • Me llamo Joaquín. Joaquín Villacís.  
  • Mucho gusto Joaquín. Yo soy Renato Ordóñez. Soy locutor de radio y participo de varios programas. Capaz algún momento me haya escuchado en algún programa.  
  • Ordóñez… - el hombre agachó más la cabeza como rebuscando entre sus memorias. - ¿Es usted Ordóñez el que dirige “Punto de Ordóñez” en la Radio Citadina? 
  • ¡Así es, así es! – perfecto, primera victoria. Ya lo estaba distrayendo. Sólo tenía que asegurarse de sacarlo del puente y el resto ya sería coser y cantar. – yo hago varias entrevistas y emito criterios de opinión sobre temas actuales. ¿Qué tan seguido me escucha?  
  • …he escuchado su programa un par de veces. Pero lo que usted dijo ahí, me pareció enormemente impactante. Hablaba sobre lo tajante que debía ser la sociedad en juzgar a elementos que eran considerados peligrosos y de pésima influencia, a pesar de demostrar grandes dotes de ingenio. Usted instaba a sus radioescuchas a censurar y rechazar toda forma de seguimiento ante ciertos personajes… 


Renato se estrujó la cabeza tratando de recordar en qué programa específicamente había dado esas declaraciones, pero el nerviosismo del peligro ante él presente no le dejaba hallar la memoria justa.  

  • Sea como sea, me gustaría escucharlo. Escuchar sus tribulaciones. ¿Qué ha provocado que usted decida arrojarse de este puente? – mientras hablaba sacó su celular para pedir ayuda. Rogó por estabilidad de la señal mientras empezaba a digitar un nueve y un uno, pero Joaquín escuchó ese sonido. 
  • ¡¡NO INTENTE LLAMAR A NADIE!! ¡¡PULSE OTRO MALDITO NÚMERO Y ME LANZO!! – Joaquín recalcó la amenaza soltando uno de sus brazos quedando en un equilibrio muy precario. Sudando frío Renato se deshizo en disculpas maldiciéndose por dentro. Tremenda estupidez había cometido.  
  • Perdón…perdón…mil perdones… No pensé que esto le fuera a molestar… 
  • ¡Ponga ese celular lejos de usted! ¡No quiero que esté chismorreando de mis problemas a la gente! ¡Usted es igual a todo el mundo, sólo escarban en los problemas de los otros para usarlos de comidilla y chismorreo para la chusma! 


Sintiendo que el problema se le iba de las manos, Renato retrocedió tres pasos, puso el celular en el piso del puente y volvió a farfullar disculpas. ¿Cómo podría ayudar, convencer a este hombre que no atente contra su vida? Los malditos nervios le borraban de su cabeza todas las opciones y estrategias de negociación. Y lo peor era el lugar. Poco frecuentado y menos a estas horas tempranas.  

  • ¿Quiere escucharme, entenderme? Acérquese. Póngase en mi lugar. Pero sin esa mierda de celular. Lo estoy viendo – masculló Joaquín duramente.  


Deseoso de complacer y ayudar, Renato se aproximó a paso lento. Joaquín se había vuelto a agarrar de los pasamanos del puente asegurando un poco su equilibrio, pero sólo un poco. Un resbalón o mal movimiento y terminaría en el fondo. Era curioso, pero en ese momento el abismo carecía del seductor embrujo que lo había atraído apenas unos días atrás. Ahora veía esa garganta negra, con el sonido distante del riachuelo como la boca abierta de una bestia hambrienta. Empezó a sudar frío y las piernas le empezaron a temblar. Hizo los mismos movimientos para quedar salido de la protección notando la madera resbaladiza en sus manos. Maldijo la transpiración mientras el otro seguía ahí, mirando tan tranquilo ese vacío que olía a muerte. Sintió que el instinto de conservación borboteaba junto  al terror mientras ya ambos pies estaban apoyados fuera y agarrándose enganchado a los codos. ¡cómo contrastaba el estado emocional anterior y actual, sabiéndose en la misma serena congoja que un salto sería el término de todo el dolor, y ahora en que ese hielo de adrenalina le congelaba las tripas y le pedía a su vejiga liberar todo ese flujo retenido al punto de doler! 

  • ¿Verdad que es paradójico Renato? Yo estoy aquí, deseando esta caída y tú, de buen samaritano estás pariendo, meándote casi los pantalones, aferrándote a la vida porque no quieres morir. Es algo paradójico, ¿no crees? – preguntó Joaquín con una voz suave pero desprovista de emociones.  
  • Lo es, no tengo duda. Me estoy muriendo del miedo. Mira, ya me puse en tu lugar. ¿Te…te parece si…si volvemos a entrar al puente y charlamos con más tranquilidad? Déjame… estar en un sitio más seguro para poderte ayudar. Conversemos. Entendámonos. – Un ligero alivio empezó a calmar el temblor de Renato, más cuando el potencial suicida, en un ágil movimiento, se volvió a meter en el puente ya sólo quedando para ofrecer un apoyo que le deje también alejarse de ese mortal hueco. Ofreció sus manos a su salvador, para que le permita también regresar. Pero antes le expresó su gratitud.  
  • Agradezco sobremanera tus palabras Renato. Gracias por ponerte, aunque sea por un momento, en mi lugar. Lástima que hayas fracasado en salvar una vida. – El otro frunció el ceño sin comprender.  
  • ¿De qué hablas? Ya no quieres suicidarte, tu vida está a salvo… 

Y en ese momento Joaquín levantó su rostro cabizbajo, permitiendo ver completamente a Renato mientras mandó un empujón violento hacia adelante y soltándole las manos.  

  • ¿QUIÉN ESTABA HABLANDO DE MI VIDA, RENATO ORDÓÑEZ? 

El delicado murmullo fue acallado por un “TÚUUUUUUUUUUUU” que mezcló horror y reconocimiento impactante, por tres segundos, hasta que ese abrazo de granito negro recibió la bamboleante humanidad de Ordóñez, cumpliendo la postergada invitación a morir, y reventando completamente huesos, órganos y estructuras musculares.  

Joaquín volvió a colocarse la capucha, rogando que el apagado automático del celular no se hubiera activado aún. Suspiró de alivio al ver que la pantalla seguía iluminada. Tomándolo cuidadosamente con los dedos meñique e índice haciendo medio y anular de soporte, extrajo un stylus de su bolsillo y buscó Whastapp. Seleccionó la opción de “compartir estado” y digitó con el stylus “Estoy harto de esta vida. Adiós para siempre, malditos sean todos”. Sonrió al ver que la señal sólo llegaba al mínimo de cobertura. Demoraría en publicarse. Dejó el aparato al borde de la garganta, apoyado en los pilares de sostén del puente. 

Se acercó nuevamente al borde lateral del puente y vio el cuerpo destrozado abajo. Con una mueca de desprecio, extrajo algo de su pantalón. Un muñeco de paja liado con piola. Calculó la distancia y lo lanzó. Falló por metro y medio de atinarle al cadáver. No importaba, con tal que no cayese en el río.  

Dio media vuelta y empezó a caminar, gozando del hermoso paisaje, del tenue silencio sólo adornado por el sonar del riachuelo y del delicioso aire húmedo al ser respirado.  Atrás quedó Renato Ordóñez y también el nombre de Joaquín Villacís.

La vida era hermosa.  


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