ASHURA



El tormento sólo cede con el diario sueño.

Sueño, nominalmente. No pasa de cuatro o cinco cabezadas de once a cuatro, y en los intervalos cierro los ojos con fuerza suficiente como para romper una nuez entre mis párpados. Por ningún motivo deseo ejercer mi vista, que por azar coincida con un objeto que refleje y me vuelva a mostrar ese monstruo.

Se presentó en mi existencia de forma súbita, como el milano que rompe el cuello de la perdiz en un parpadeo, haciendo que mi otrora plácido vivir se haya vuelto un infierno. Cada vez que lo miraba, posaba sus llameantes ojos en mi ser, con una intensidad que notaba mi alma burbujear y derretirse por el tósigo emitido por tales hoyos diabólicos. Omitan preguntar causas, por qués, circunstancias. Desconozco cualquier respuesta lógica. El monstruo está, el horror de verlo sobrepasa mi tolerancia mental.

Y quisiera empatía, el conocimiento del prójimo a fin de obtener explicaciones, métodos de solución, algún alivio aunque sea. ¿Pero qué obtengo? Risas flojas, cuchicheos en la distancia, miradas desaprobadoras, desprecio y desdén. He pasado por médicos, curanderos, chamanes y brujos, unos dicen que sólo es mi imaginación, otros que hablan de posesiones, de malos espíritus, duendes, trasgos. Pociones, sahumerios, decocciones diversas a cuál más nauseabunda e indigesta, sin contar con agonías secundarias se deglutieron, aplicaron e inhalaron. Nada.

¡Y ahí está!        

¡Esa faz repelente, esa mueca hórrida, esos ojos que taladran con un destello azulado ocasionando que mi alma se carbonice, ahí, sonriendo torvamente, mostrando esos dientes filosos como dagas, queriendo desgarrar mi carne! ¡Todos los presentes miran extrañados mi alarido de horror y mi caída al piso, para luego en frenesí arrastrar mis piernas tratando de huir y no ver más esa abominación! Varios compañeros me ayudan a levantar mientras preguntan qué es lo que me aterroriza y sólo puedo apuntar a esa superficie plateada, volteando mi rostro, de la repugnancia que me inspira algo tan horripilante. Y lo usual pasa. Nadie ve nada. Ni uno solo. Con lo que me rebosa la ira y rugiendo reprendo la ceguera de los presentes, la falta de visión de todos al pasar por alto esa piel violácea, esos ojos desorbitados, la mueca atroz en forma de risa mostrando una caverna de picos rugosos por boca; ¡Toda esa abominación que sustituye lo que debería ser mi rostro reflejado!
Risas y más risas me llueven con el punzar de un granizo gélido, acrecentando mi ira. Decido al fin enfrentar al monstruo, y en volumen destemplado grito quién o qué es. Recibo solamente una creciente sonrisa, se burla el muy maldito de mí, me provoca, mi dedo furioso apuntando es su dedo burlesco señalando mi miseria. Mis gritos son sus silentes carcajadas. Mi cabello ondulado y despeinado es su cuero rugoso y putrefacto, por el que uno que otro mechón cano resalta.

Sintiendo brazos fornidos sobre mi cuerpo, deduciendo que alguien llamó a seguridad a que saquen al loco del sitio, veo un recurso salvador. Forcejeo y salto hasta llegar a unos instrumentos filosos. Es la solución definitiva. ¡Si me afecta a mí, dañará al monstruo! Los otros retroceden ante mi primera amenaza  y ya con la distancia salvada hago lo que debí hacer en un principio.
¡Una y otra vez los filos acuchillan, trocean, desgarran, salpican todo y mutan las risas por chillidos de horror! ¡Ni siquiera dolor soy capaz de sentir ante la satisfacción de saber que estoy lastimando a ese diablo, a ese engendro que me  fastidió día y noche! ¡Sé que mis pedazos de mejilla son los suyos, que los jirones de cabello y cuero también los echará en menos, que un ojo vaciado le privará también de vista parcialmente, que nunca moverá la boca sin que un violento dolor le recuerde que destrocé sus labios!

Y ya con la fatiga cayendo, sea por los constantes movimientos hechos para desfigurar mi propio rostro o por la sangre perdida, siento nuevamente que me inmovilizan y me arrebatan mis herramientas de salvación. Con un último esfuerzo vislumbro con mi ojo restante a lo que quedó reducido ese ente y un nuevo alarido de terror absoluto llena la sala, antes de caer colapsado.

Ni un cambio. Ni una herida. El espanto, completamente inmutable. Una gélida carcajada que taladró mis oídos, como un réquiem a mi cordura. 

Y es en las tinieblas de la inconciencia, cuando recibo la respuesta.


Era él el que estaba descontento con su imagen en el espejo… 

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