Intenso, intensivo.

 Su tortura inició desde que se dio cuenta que no podía mover los miembros. 

Apenas lograba extraer unos farfulles ininteligibles, que no lograron rechazar el rutinario procedimiento de esas manos ya acostumbradas a manejar vías respiratorias. Así fue notando cada pliegue plástico del ancla inflable del tubo que fue recorriendo desde la base de su lengua, ocasionando una náusea convulsa y si no evacuó fue porque ya llevaba varios días en alimentación de sonda. 

Tendría una hermosa añoranza de esa jugosa carne que festinó con gula y las varias jarras de cerveza helada engullidas entre las conversaciones y risas de su círculo de amigos, de no ser por la llenura rígida que distendía su esófago y laceraba ligeramente la mucosa, hasta llegar a su tráquea y sentir cómo se inflaba y se atoraba en su epiglotis el ancla inflable para evitar que se salga el tubo. 

Completamente consciente de cada sensación, notó varias manos hacerse con su rolliza humanidad y voltearlo en un rápido vaivén. La caída boca abajo sobre el poco mullido colchón no ofreció una bienvenida amable. Cuánto difería de esa fiesta con que lo festejaron por haber llegado triunfante de un viaje de placer para conocer las tierras europeas, en un distante abril. Había oído que debían tomarse precauciones sobre una nueva epidemia pero ¡vamos, chulla vida! Ese pasaje le había costado más de dos salarios y por nada se lo iba a perder. 

Dedos engomados, desprovistos de un sentido humano para él, tantearon de arriba abajo por su cuello fofo, hasta localizar una yugular. Sus latidos cardíacos se fueron acelerando al ver el grosor del punzón y el catéter que pretendían embutirle. Más pretendió gritar de miedo que del dolor mismo que sintió, cuando un fino chorro rojizo saltó y salpicó algunas batas azuladas. “Cuidado y te llevas la carótida, no quieres comerte una sardina hoy” oyó entre risas. ¡Ni que estuvieran tratando con una pieza de ganado, la gran puta! Era un ejemplar ejecutivo que tuvo la desgracia de caer enfermo también con esta plaga que se estaba llevando ya a cuántos colegas y familiares que habían estado en esa fatal fiesta. 

Cuando por fin dejaron de ensañarse con las venas de su cuello (y otras tantas en sus brazos), sintió manipular su pene. ¡No, eso no! ¡Si se lo tocaban sólo debía ser para algo placentero, algo sexual, algo…! Algo muy rígido, romo, apenas lubricado con un líquido amarillento entró reptando por la uretra ocasionando cualquier cosa menos placer. Ese intenso ardor sacó lágrimas y provocó un débil temblor gelatinoso en su cuerpo. Cómo había deseado levantarse, arrancarse todo y arrancar los ojos de esos hijos de puta matasanos que lo miraban con sorna y emitían comentarios hirientes. “Pero vele a este gordo tetón, bien hecho que esté pariendo ahora, pendejo es de armar farra en plena pandemia peor llegando de país con alta incidencia”.

La carnicería en su cuerpo por fin acabó y ahora él sólo tenía los cacófonos pitidos de los aparatos que regulaban la entrada de oxígeno y un distante goteo del suero que lo mantendría hidratado y con algo de glucosa para su nutrición como únicos acompañantes. Tras eso, un silencio espeso, chorreante, desesperante. Podía contar cada minuto que pasaba con lentitud de agonía. Ni el sueño podía conciliar, un sopor bendito que lo libere de esa cárcel de conductos y carne laxa y desobediente, porque sentía la asfixia por la falta de aire tan pronto cerraba los ojos. 

La cual fue empeorando con el pasar de las horas. 

Lo acuchillaba el horror de notar que cada entrada de oxígeno se comparaba a una gota de agua en medio del desierto, que sólo lo llenaba de insatisfacción y desespero, con un tamaño cada vez más pequeño, más insignificante, más pingüe. Todo su cuerpo clamaba por llenar sus pulmones de gas vital, inhalar de una forma profunda, satisfactoria, plena. Pero sólo un minúsculo porcentaje lograba entrar en su sangre y mal satisfacer su básica necesidad. No, no quería morir. No quería morir. No quería morir…

Maldijo su hábito farrero, su quéchuchismo, a cada uno de los muertos por la misma enfermedad, a los que le provocaron toda esa tortura. 

Y sobre todo, maldijo con furia el descubrir que el sedante anestésico sólo lo inmovilizó pero lo dejó completamente consciente.

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